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Samuel Aguilar, su último viaje.

  • Writer: Martha Caceres
    Martha Caceres
  • Jan 6, 2022
  • 10 min read




La maleta de Samuel Aguilar estaba lista para el viaje a su pueblo. Don Samuel, como le decían sus amigos y conocidos, contaba las horas para regresar. Las imágenes de su casa en la vereda llegaban nítidas a su mente; podía imaginar los alisos rodeando la casa y moviéndose en armonía con el viento, el árbol de feijoa que había estado frente a la casa por décadas, el porche y la butaca donde solía sentarse a ver las montañas que lo abrazaron al nacer, los riachuelos trayendo el agua del páramo y los inmensos pastizales que fueron testigos de sus andares y romances.


Don Samuel llevaba varios años viviendo en la ciudad y visitaba su tierra con frecuencia, sin embargo este viaje era el más especial y también el último de su vida.

Esa mañana, después de beber el habitual tinto con panela y mientras esperaba su desayuno, su hijo lo llamo informándole que una situación inesperada en su trabajo iba a posponer el viaje unos días.


-Bueno Mijo- respondió con calma. Don Samuel ya había vivido mucho como para no saber que en esta vida solo rigen los tiempos de Dios.


El día llegó y don Samuel estaba más que preparado. No empacó mucho, porque al final de esta tierra nos vamos como llegamos, solo se aseguró de llevar en los bolsillos sus pertenencias infaltables: una medalla de la virgen en el cuello, un peine, un pañuelo, su camándula y unos cuantos pesos. Se detuvo y miró por última vez el apartamento que lo acogió en la ciudad, donde compartió los últimos años con su señora Francisca, donde distrajo la soledad rezando los rosarios para la virgen de Morca y las novenas al Sagrado Corazón de Jesús y donde pasaba las horas con el televisor encendido, pero solo para escuchar las noticias, porque a sus noventa y cuatro años, sus ojos ya dejaban de mostrarle los colores y formas de este mundo.


Con determinación se dirigió a su hija -Mija, ahí le devuelvo su apartamento, mi Dios le pague, me voy a mudar a un mejor barrio-.


-Papá solo vamos a Puerto del Alba por unas semanas a celebrar navidad- le respondió su hija, sonriendo ante las ocurrencias de su padre.


Puerto del Alba, era un pueblo pequeño de calles angostas y recuerdos detenidos en el tiempo. Un lugar silencioso de raíces indígenas, por donde alguna vez Simón Bolívar pasó sumando hombres, caballos, víveres y fuerzas para hacer realidad la última batalla de independencia. Este lugar vio nacer a Samuel Aguilar, a su señora Francisca León y a sus nueve hijos. Era el pueblo donde estaban sus compadres más queridos y donde descansaban sus ancestros y su señora con la que pensaba reunirse pronto.

Meses atrás Don Samuel había empezado a sentir que su tierra lo llamaba a gritos, así como una madre llama a sus hijos esperando su regreso a casa. El hijo de Puerto del Alba ya había probado todos los sabores y sinsabores de esta vida, el camino estaba recorrido y el ciclo se estaba cerrando.


Una cadena de montañas de diferentes tonalidades de verde anunciaba la entrada a la región de Puerto del Alba. Un sol radiante decembrino iluminaba los campos y pequeñas casas de adobe se vislumbraban sobre las colinas. Samuel sintió el olor del aire, escuchó las campanas de la iglesia y sonrió con paz. Bajó del carro sin prisa y se dirigió a su casa, la que había comprado hacía más de sesenta años y la que había sido escenario de sus tertulias y sus primeros pasos como líder y político del pueblo.


Desde el porche detalló los árboles y se permitió disfrutar por unos minutos la vista de las montañas. Al abrir la puerta, la vio frente a él, erguida al lado de la chimenea, era exacta a la figura que se aparecía en sus sueños. La pudo detallar de forma nítida -porque los ojos del alma nunca se apagan-. Tenía una belleza peculiar y misteriosa, era alta, de porte firme y elegante, de edad indescifrable y lucía en su traje los colores de la alborada; el color de los nuevos comienzos. Era la muerte y lo miraba con dulzura. –Temía un encuentro tenebroso y oscuro, pero es todo lo contrario, ella me sonríe y me mira con compasión-pensó Don Samuel. La muerte sintiéndose en casa lo invitó a seguir caminando, como quien espera a un niño empacar sus cosas antes de emprender un viaje.


Ante la inminencia de su partida, Don Samuel se aseguró de utilizar bien el tiempo que le quedaba, –y así somos- dijo en voz alta, tenemos que encontrarnos de frente con la muerte para darnos cuenta que cada minuto es un tesoro-.

No perdería tiempo en hospitales, ni tomaría más medicamentos, al fin y al cabo ¿qué sentido tenía? El lugar que lo esperaba ya no requería el cuerpo. Sus últimos días en la tierra serían para disfrutarlos con los pequeños placeres que en tantos momentos lo hicieron cantar y bailar. Así que creó su propia receta para sobrellevar los anuncios de la muerte, que si bien lo esperaba pacientemente, le producía subidas y bajadas de presión para recordarle el motivo de su presencia en la casa de los Aguilar.


Con la misma seguridad de un médico, Don Samuel le indico a su hija:

-¡Desde hoy no más medicamentos! Ahora se seguirán estas instrucciones:


Un poco de whisky para la presión alta y un poco de brandy para la presión baja-

¿Y cuándo no tenga esos síntomas? Preguntó su hija, con una sonrisa y llevándole la idea.

-En ese caso, una cerveza está bien-


Llegó el 24 de diciembre, la familia proveniente de diferentes ciudades inundó la casa de risas y música. El ambiente decembrino embargo de nostalgia a Don Samuel. Pidió que le trajeran la Candelaria como él le decía con cariño a la Chicha. Esa bebida tradicional indígena que lo conectaba aún más con sus raíces. Mientras bebía su Candelaria y escuchaba la música que tanto bailó en sus épocas, pensó en su vida y en los caminos recorridos. Recordó sus exploraciones a la Montaña Sagrada, la que tenía un lago de agua cristalina y profundidad desconocida en la cima y era conocida como la Laguna del Cacique. Esta Laguna proveía de agua a toda la región, aunque de forma misteriosa, porque Don Samuel nunca pudo entender como un lago que no tiene entradas y salidas de agua, podría inundar todos sus alrededores si así lo quisiera.


La Laguna del Cacique inspiró la infinidad de exploraciones de Don Samuel y su entrañable amigo Pascual Borja a la montaña. Don Pascual era su primo hermano, sobrino de la mamá Juana, era unos años menor que Don Samuel por lo que Pascual siempre lo considero su mentor. Con el tiempo la vida les otorgaría todos los grados que sellan una gran amistad; fueron colegas, confidentes y compadres, fueron hermanos. Samuel y Pascual recorrieron muchas veces la Montaña Sagrada, conocían sus atajos y recovecos de memoria, al ver los frailejones sentían la misma familiaridad que siente el que ve su casa a lo lejos.


Durante muchos viernes santos, Samuel y Pascual visitaron la Laguna para ver con sus propios ojos lo que decían las historias: Que en esta fecha, la laguna se abre a media noche y cervatillos de oro saltan a la superficie. Los ancestros hablaban de un mundo de seres dorados viviendo al interior de la Montaña siendo la Laguna la puerta de entrada. También se decía que la Laguna no se abría para todos: cuando no quiere la presencia de alguien, la cima se cubre con una neblina profunda y llueve tan fuerte que los visitantes indeseados no tienen más remedio que correr loma abajo.


La última vez que Don Samuel visitó la Montaña Sagrada sería a sus setenta y cinco años, cuando se dio cuenta con tristeza que por más que lo intentara, sus piernas no tenían la misma fuerza de antes. Aceptó que era el momento de despedirse. Atrás habían quedado sus intentos por probar la existencia de los seres dorados, al fin y al cabo, la conexión con esta laguna que lo llenaba de vida era de los dos y de nadie más. Lentamente se arrodilló ante el lugar que más había amado en su vida, bajó su cabeza con humildad y bendijo el agua cristalina, mientras lágrimas de dolor corrían por su cara al ver a la Laguna por última vez.


Sintió entonces una energía poderosa invadiendo su cuerpo, su corazón latía como si se fuera a salir de su pecho, sentía que en vez de sangre corría luz por sus venas y que un amor incondicional y sin límites lo abrazaba. Sintió la fuerza de la vida como nunca antes. Al abrir los ojos todo se veía distinto, el cielo, los árboles y los frailejones estaban más coloridos y brillantes. El tiempo se había detenido, el agua se había despejado y una ciudad magnifica se vislumbraba en el fondo, la pudo percibir por unos segundos, era inmensa, con estructuras doradas y mucha agua cayendo en cascadas y corriendo en quebradas. Flores color violeta y árboles frutales decoraban los prados, aves de colores jamás vistos volaban en diferentes direcciones, cervatillos dorados corrían en libertad. Sí, el paraíso siempre había estado ahí y Puerto del Alba bebía de su agua todos los días.


Poco a poco la Laguna se volvió a cubrir, sin embargo la sensación de un amor vibrante permaneció en el corazón de Don Samuel. Sentía también una paz profunda y una completa conexión con todas las formas de vida.


Don Pascual quien lo esperaba al otro lado, corrió hacia él al verlo caminar lento e inmerso en sus pensamientos.

-Mi Compadre, ¿qué me le paso?

-Acabo de ver a Dios-

¿Dónde está? Respondió Pascual, mirando para todo lado.

-Acá-dijo Samuel, señalando su pecho.


Los sonidos de sus nietos corriendo y jugando, lo trajeron de vuelta al presente. Era casi media noche, hora del tradicional momento donde se comparten abrazos y buenos deseos. Don Samuel abrazo a sus nietos y deseo con fuerza que ese momento no se acabara.


El compadre Pascual Borja fue uno de los invitados al almuerzo de Navidad del día siguiente. A su llegada Don Samuel lo invitó a la sala y le dijo sin rodeos pero con un cariño inmenso hacia quien había sido su hermano de la vida: –Vea bien señor Borja, frente a usted está mi próxima aventura, siento decirle que esta vez no podremos ir juntos- Don Pascual vio a la muerte mirándolos de lejos y devolviéndoles el saludo con un leve movimiento de cabeza. Entendió entonces que no había vuelta atrás. Sintió dolor en el pecho y unas ganas inmensas de llorar, se dejó caer en el sillón y limpiándose las lágrimas con las mangas de su traje, destapó la botella de whiskey y le dijo a Don Samuel:


-Brindemos con un whisky compadre, que hasta pa’morirse se necesitan fuerzas-


Enero llegó con las famosas heladas, días calientes seguidos de noches tan frías que congelaban los pastos. Don Samuel sentía que poco a poco la frontera entre su mundo y un plano superior se hacía más tenue. Ya empezaba a ver a sus padres Juana y Emidio caminando por la sala, mientras su señora Francisca lo esperaba en uno de los sillones rojos de la casa. –Ay mija tanto caminar en esta vida para venir a unir el cielo y la tierra aquí en nuestra sala-. Le dijo.


El cielo estaba despejado esa noche y una poderosa luna llena se asomaba en el cielo. Don Samuel sintió la cercanía de su partida más fuerte que nunca, su corazón latía más despacio y su respiración perdía fuerza. Silenciosamente la muerte entró a la habitación y lo tomó de la mano, Don Samuel al sentir este contacto, vio su vida pasar frente a él: se vio cuando niño cuidando ovejas en el páramo, recorriendo caminos reales a lomo de mula, vio nacer a cada uno de sus hijos, se vio prestando servicio en el ejército y luego trabajando en Puerto del Alba; construyendo vías y tuberías para traer agua de la montaña, se vio cantando rancheras con sus amigos del pueblo, vio los sauces y pinos que sembró al lado de las quebradas, vio a los perros que lo acompañaron en su caminar.


Pensó en su mujer, Francisca León, la valiente, la que alimentó a sus hijos vendiendo leche y huevos, moliendo trigo y cultivando papa. Francisca la que le perdonó amores pasajeros y borracheras, unas veces por amor, otras veces por pragmatismo, otras veces con resignación. -Ay Francisca lo que me aguantaste, que el cielo me permita honrarte- dijo en voz alta.


Y así sentado en su silla, en la misma habitación en la que había muerto su señora siete años antes, la muerte le susurró al oído con dulzura, -Llegó la hora-. Don Samuel partió con ella, agradecido porque como toda una dama, le había dado espacio para despedirse y morir en su tierra. Una luz dorada cubrió toda la habitación, abriendo la puerta que separa a este mundo del más allá.


A las 3:30 de la madrugada el aullido agudo y doloroso de un perro triste se escuchó en el pueblo, era el llanto anunciando la partida del que se va para no regresar más. Los perros del pueblo labraban al unísono, el aire se cubrió de melancolía y una chispa dorada se vio sobre la Montaña Sagrada. Ese aullido desolador despertó a todos en la casa. ¿Qué fue eso? Decían unos mientras se persignaban –Que Dios nos coja confesaos- decían otros. Mija vaya y mire a su papá. Decía el yerno. Pero Don Samuel dormía más plácido que nunca. No lo quisieron perturbar.


Al día siguiente Don Samuel no golpeó la puerta con su bordón para pedir su desayuno y avisar que había despertado como usualmente lo hacía en las mañanas. Eran las 8 de la mañana y él seguía durmiendo tranquilamente. Su hija se acercó y con una sensación de vacío que subía y bajaba por todo su cuerpo, intentó despertarlo cuidadosamente, ¿papá? Don Samuel ya no respiraba.


-El señor Aguilar, murió hace varias horas, aproximadamente a las 3 de la mañana - dijo el médico mientras examinaba el cuerpo. -Murió a las 3:30 de la mañana- respondió su hija.


Don Samuel fue llevado por una procesión desde la iglesia del pueblo hasta el cementerio de la colina, exactamente cuando el sol alcanzaba su cenit. Desde lejos se veía un rio de gente vestida de negro contrastando con el brillo del sol de Enero. El Ave María y el Padrenuestro se escuchaban con fuerza.


Una vez en el cementerio, el ataúd fue elevado por varias manos para recibir por última vez el agua bendita. Don Samuel Aguilar llegaba finalmente al barrio que había anunciado unas semanas atrás, su alma se había reencontrado con sus ancestros y su cuerpo se fundiría con la tierra que lo vio nacer y que lo llamó a morir en sus brazos.


Mientras el ataúd se deslizaba lentamente en el osario, el compadre Pascual, gritó con todo su corazón, con su voz vibrando por el dolor, pero con fuerza para que se escuchara hasta el cielo: ¡Adiós mi compadre!


Martha Cáceres








 
 
 

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